Como se indicaba en el artículo
anterior, la experiencia de cooperativismo social de la localidad guipuzcoana
de Mondragón se ha convertido en fuente de inspiración para todo tipo de
autores y pensadores que buscan una tercera vía económica. También se ha
convertido en modelo de referencia para el movimiento distributista
norteamericano, que lo ha referido constantemente como ejemplo a imitar en sus
publicaciones, e incluso en sus manifiestos. El profesor australiano Dr. Race
Mathews, experto en economía cooperativa y autor de varios libros sobre la
materia, es un ferviente defensor del experimento mondragonés, como manifiesta
en sus habituales colaboraciones en la revista Distributist Review.
La Corporación Mondragón
agrupa a distintas cooperativas y empresas de múltiples sectores que operan en
los cinco continentes. Sus áreas de actividad van desde la industria (con
marcas como Fagor, Orbea y Domusa) hasta la distribución (Eroski) o el sector
bancario (Caja Laboral). Cuenta incluso con sus propios centros de formación e
investigación y con una universidad privada. Actualmente cuenta con casi 85.000
empleados y una facturación anual de alrededor de 15.000 millones de euros. Se
trata por tanto de un gigante de la industria y la distribución a nivel español
y europeo. Los primeros pasos de lo que ahora es la Corporación Mondragón
fueron dados en la postguerra por iniciativa del sacerdote D. José María
Arizmendiarrieta, que fundó una serie de cooperativas industriales, de consumo
y de crédito, embriones de las futuras áreas de producción, distribución y banca.
Planteados los hechos, la
pregunta fundamental es la siguiente: ¿debemos compartir el entusiasmo del
nuevo distributismo norteamericano respecto a la Corporación Mondragón?.
En verdad, resultaría halagador pensar que nuestro país es un ejemplo a seguir
en el camino hacia una sociedad más justa y mejor. Ciertamente, creemos que la
sociedad española y las de origen hispánico son más distributistas, dentro de
lo que cabe, que las anglosajonas. Pero esto no se debe a la existencia de
grandes cooperativas industriales, sino a la pervivencia, pese a las
dificultades, de una base cultural católica con unos valores que dan menos
importancia a la eficiencia y más a la solidaridad, y la existencia de una estructura
de pequeña empresa de carácter familiar. Es decir, se trata de sociedades más
distributistas por el simple hecho de que son menos modernas y más
tradicionales. El distributismo, al fin y al cabo, no pretende sino la
restitución de un orden económico en el que primaban valores cristianos.
Lo que crea tanta expectación
respecto a Mondragón, y su mayor diferencia percibible respecto de otras
grandes corporaciones, es su carácter cooperativo. En este punto sería preciso
plantearse si una organización cooperativa lleva aparejados siempre unos
valores distributistas. Para los distributistas clásicos, como bien es sabido,
la unidad económica básica, tanto para el consumo como para la producción y
distribución, es la familia. En un mundo industrializado y moderno, las
familias no pueden llegar por sí sólas a la producción de ciertos bienes o la
prestación de ciertos servicios. Es preciso agruparse y aunar esfuerzos, y ahí
surgen dos figuras fundamentales: las cooperativas y el Estado. Ahora bien, es
preciso recalcar, y esto ha sido enfatizado por las encíclicas papales, que
ambos tienen carácter subsidiario, es decir, que existen sólo para auxiliar a
las personas y familias allí donde éstas no pueden llegar sólas. Este carácter
subsidiario define su función, pero marca también una limitación. No debe ser
sobrepasado, ni aún en nombre del bien común, pues implicaría abarcar
competencias y funciones que corresponden a los individuos o a las familias,
limitando la libertad y capacidad de decisión de éstos y creando una empresa o
una sociedad en la que unas personas se ven limitadas por las decisiones que
toman otras, incluso en ámbitos que ellos mismos podrían gestionar
eficientemente.
Una de las críticas más certeras
que se ha hecho del capitalismo, y que se ha apuntado como la razón principal
de los problemas prácticos que éste genera, como la crisis que actualmente
padecemos, es la de los efectos perniciosos de la separación entre propiedad y
poder de decisión. Una persona que compra en bolsa acciones de la gran empresa
para la que trabaja, en teoría pasa a ser propietaria de una infinitesimal
parte de esa corporación, pero en la práctica las decisiones de esa corporación
le son tan ajenas como los anillos de Saturno, y tan sólo podrá esperar obtener
algún pequeño beneficio en su cuenta de valores a partir de la agresiva
política de recorte de gastos y maximización de ingresos de un Consejo de
Administración formado por gestores profesionales. A partir de cierta cantidad
de acciones podrá incluso asistir a las reuniones de la Junta de Accionistas, pero
su influencia en la misma es tan escasa como la importancia que tiene este
órgano a efectos de la gestión ordinaria, que corresponde al Consejo.
Por el contrario, una cooperativa
que agrupe a unas pocas familias y personas, de manera que éstas posean un
control efectivo de la misma y su voz y voto tenga influencia real sobre las
decisiones, sí puede ser un ejemplo de toma de decisiones cercana a la
propiedad. Pero una gran cooperativa, donde los miles de asociados puedan votar
libre y democráticamente para tomar ciertas decisiones, no deja de ser, a
efectos prácticos, más que una gran Junta donde todos los accionistas poseen un
número de participaciones similar. El poder de un solo cooperativista, al igual
que el de un pequeño accionista en una sociedad anónima, es prácticamente nulo
y las decisiones cotidianas las acaban tomando un grupo de gestores
profesionales tan ajenos a la propiedad como en una sociedad mercantil, o quizá
incluso más.
Las desventajas de esa gestión
profesionalizada y ajena a la propiedad son evidentes. Para empezar, fácilmente
el pequeño propietario se desengaña y cae en la cuenta de su insignificancia
dentro de la enormidad de la organización. En Rerum Novarum se nos enseña: “los hombres, sabiendo que trabajan lo
que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo”. Los gestores, por su parte,
responderán a los intereses comunes solo en la medida en que sean capaces de
priorizarlos sobre los propios, es decir, salvo honrosas excepciones, sólo cuando
ambos casualmente coincidan. Este problema, derivado de la propia naturaleza de
la condición humana, fue expuesto con su habitual maestría por Francisco de
Vitoria: “Si los bienes se poseyeran en común, serían los hombres malvados, e
incluso los avaros y ladrones, quienes más se beneficiarían. Sacarían más y
pondrían menos en el granero de la comunidad”. Esta tendencia humana al egoísmo
y la corrupción es la razón última por la que el comunismo ha fracasado en la
práctica.
En nuestra opinión, el que una
gran corporación se organice como sociedad mercantil o como cooperativa no
tiene, desde el punto de vista de su actuación, tanta relevancia a la hora de
considerarla acorde con la Doctrina Social
de la Iglesia. Así,
en Caritas in Veritate (46) se nos enseña
“Que estas empresas (…) adopten una u otra configuración jurídica prevista por
la ley, es secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia
como un instrumento para alcanzar los objetivos de humanización del mercado y
la sociedad.”
E.F. Schumacher también nos
advertía de los peligros de las grandes corporaciones y propugnaba la necesidad
de “organizaciones de tamaño humano”, pues como el propio título de su obra más
famosa indica “lo pequeño es hermoso”.
Joseph Pearce en su reciente y
continuadora de la obra de Schumacher “Small is still beautiful” (lo pequeño
sigue siendo hermoso), pone un ejemplo claro de lo que podría ser un sector
industrial organizado de acuerdo con principios distributistas. En el libro de
Pearce se expone el caso de las fábricas de cerveza del Reino Unido. A
principios de los años 70, un proceso de fusiones redujo el número de empresas
del sector a tan sólo 7 grandes, cuya competencia vía precios les había llevado
a una fabricación masiva, estandarizada y de peor calidad. La clásica cerveza ale
prácticamente había desaparecido del mercado. Un movimiento asociativo de
consumidores reclamando la cerveza tradicional británica supuso, no sólo la
aparición de multitud de pequeños fabricantes dispuesto a hacer ale al estilo
clásico, sino que los grandes productores readaptaran también sus
procedimientos para dar mayor diversidad y calidad a sus clientes. La aparición
de gran número de pequeñas marcas aportó al consumidor mayores posibilidades de
elección y revivió un sector que prácticamente había sucumbido al imperio de
las economías de escala y la estandarización.
Una organización industrial
basada en pequeños fabricantes que aman su oficio y su producto y lo ofrecen a
sus clientes para que éstos lo disfruten antes que para maximizar sus
beneficios es, a nuestro juicio, totalmente acorde con la idea distributista de
una economía sana y con valores cristianos.
Ahora bien, si a este ejemplo le
hubiésemos aplicado la solución mondragonesa y hubiésemos agrupado a los pequeños
productores de cerveza en una gran cooperativa que, por organización y
tecnología, pudiese competir con las 7 grandes firmas existentes, tendríamos lo
siguiente: una octava firma dedicada a fabricar masivamente la misma cerveza
estandarizada y a coste mínimo que el mercado se supone que, por la teoría de
la preferencia revelada, demanda. Organizarse de manera cooperativa, pudiendo
ser un mecanismo útil en ciertas circunstancias, no es necesariamente, a
nuestro juicio, un instrumento de humanización de la economía, como sí lo es
una organización industrial diversificada y diseminada a base de multitud de
pequeñas marcas, con independencia de la forma societaria de las empresas que
haya detrás.
La Corporación Mondragón,
sin poner en duda sus cualidades y virtudes en otros aspectos, no es a nuestro
juicio el ejemplo en el que un movimiento que apuesta por una economía al
servicio del ser humano, como el distributismo, debe fijarse. En todo caso,
podría tratarse de un ejemplo de “buenas prácticas” para un socialista fabiano,
ideología a la que el Dr. Race Mathews ha sido cercano. Pero nosotros aquí
seguimos a G.K. Chesterton, y no, aún reconociendo su gran altura intelectual,
a G.B. Shaw.
Nosotros pensamos que es preciso
diseminar tanto la propiedad como la gestión, y no concentrarlas. Esta es la
enseñanza de los distributistas clásicos, y nosotros, como personas que
pretenden, modestamente, estudiar sus ideas y tratar de analizar su
aplicabilidad al mundo moderno, debemos saber distinguirlas y no caer, a veces
por simplicidad y otras por tratar de buscar afinidades ideológicas, en errores
como el que, a nuestro juicio, cometen algunos seguidores modernos del
distributismo con la Corporación
Mondragón.